El año pasado tuve la ¿Suerte? De vivir uno de los veranos mas calurosos de mi vida. Lo he pasado, para más INRI, en una de las zonas más cálidas de la Península Ibérica. Y, por si los factores externos no fueran lo bastante duros, hemos tenido que sumar el hecho de que sólo una de las estancias de la casa dispone de persianas y de que el aire acondicionado se ha puesto a precio de tortilla de huevos de colibrí.
Traduciendo el primer párrafo a sus resultados prácticos: he pasado más calor que una foca en el Sáhara… y me ha venido a la cabeza unas cuantas veces un recuerdo de la infancia: las estores venecianos que había en la casa de mis abuelos.
Lo cierto y verdad es que cuando hablamos de elementos de mobiliario, decorativos, o sea cual sea la clase en la que que queramos encajar estos artilugios, y les añadimos el apellido “de madera”, somos muchos los que pensamos en palabras como “recuerdo” o “vintage”… sin embargo, las estores venecianos no podían ser más actuales y, por qué no, en según qué ambientes, vanguardistas.
En todo caso, y antes de seguir hablando del tema, recordemos qué son las cortinas venecianas, por si acaso. Se trata de esas cortinas que se abren y cierran verticalmente y que están compuestas por lamas que rotan cada una de ellas sobre su propio eje. Esas que no sólo se suben y se bajan sino que, bajadas, nos permiten regular qué cantidad de luz, calor e información circula por nuestras ventanas. Esas que el inspector jefe cierra en las pelis de acción antes de echarle la bronca al agente rebelde. Esas.
Pues bien, son las estores venecianos las que he echado en falta a lo largo de este trimestre largo de temperaturas extremas… tal vez porque echo de menos una infancia, ya que no olvidada, sí oxidada a medida que me acerco a los cuarenta, quizá porque recuerdo los buenos ratos que pasé a su sombra junto a personas que ya no están. Pero más probablemente porque he pasado un calor de mil demonios.